Edgar R. Espinoza S.
La diferencia entre un
mendigo o un pordiosero marca una gran variable que va de acuerdo a sus
objetivos.
Extendiendo la mano, la voz
quebrada, las órbitas oculares inmersas en la nada, el mendigo exige una
moneda. Arrojado con la desnudez de sus carencias, muestra sus padeceres
dolorosos en llagas y al instante sentimos temor o repugnancia, sesgando
nuestra mirada, damos en ocasiones algo de dinero. Es una imagen patética que
nadie quiere mirar para distinguir la mentira o la realidad plasmada ante
nosotros, haciendo de la dádiva algo más de conjura que caridad.
Un mendigo es alguien que avergüenza
a su comunidad, que estorba y denuncia. Su significado viene del latín mendicus,
que significa “defecto” y enmendare que significa “corregir”. Nos recuerda
siempre que la indolencia es la peor de las miserias humanas.
El mendigo nunca escoge esa
vida o clase de vida. Está allí por las circunstancias. Para ellos, lo más
importante en esta vida, es tener algo que llevarse al estómago y un lugar en
la calle donde dormir.
La situación del pordiosero
es bastante diferente. Extiende su mano y verbo, pero no lo hace a título
personal, sino en nombre de Dios. De ahí proviene el término “por amor a Dios”
(por-dios-ero). Desde allí reclama e incluso exige más que la compasión, el
amor que se disfraza muy bien en la caridad. Hace gala de humildad vestida de
harapos y hambre. Significa para nosotros el posible punto de contacto con el
bien y la salvación.
El pordiosero no queda en
deuda por lo que recibe, por eso nunca agradece, evitando que se establezca
relación alguna con la persona que da. En lugar del agradecimiento, lo endosa a
un todo poderoso quién pagará con creces el favor recibido: ¡Que Dios se lo
pague! dice como si fuera un enviado celeste que promete salvación.
Hay muchos pordioseros de profesión
que están muy bien organizados y que por el amor de Dios, han construido grandes
edificaciones lujosas y amasadas fortunas.
Todos en el universo somos
más mendigos que pordioseros, pues demandamos amor bajo una súplica exigente.
Tal vez no pedimos pan, pero si una sonrisa o caricia, porque no existe pobreza
más grande que la falta de afecto, que ni siquiera un “que Dios se lo pague”
puede llenar.
espinoedgar@gmail.com